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Toy Story, Jefferson y el origen del poder político

Este fin de semana veíamos Toy Story 3 en mi casa. Woody y sus amigos estaban a un paso de recuperar su libertado, cuando Lotso [spoiler alert] el malvado oso que gobierna la guardería con puño de hierro, frustra el intento de nuestros héroes, y ellos se enfrentan a ser obligados a volver al salón de lo bebés. Es justo en ese momento cuando Barbie dice:

«¡La autoridad debería derivarse del consentimiento de los gobernados, no de la amenaza del uso de la fuerza!»

Puesto así no parece mucho, pero en la película funciona perfecto, porque subvierte el estereotipo de la «rubia tonta» que arrastra este personaje y deja a los otros juguetes totalmente sorprendidos ante la fuerza y claridad del mensaje democrático y la denuncia de una supuesta autoridad abusiva y dictatorial, como sin duda lo es la de todo gran oso de peluche rosa.

Pero al verla ayer me di cuenta que infocatólica ha arruinado esa escena para mí, y para que no se me acuse de pusilánime, diré directamente que fue el P. Iraburu.

Me explico. Como buen hijo de nuestra cultura occidental, vivía feliz que la democracia era la mejor forma de gobierno, y me parecía del todo evidente que toda autoridad política debía derivarse del consentimiento de los gobernados –tal como decía Barbie, parafraseando la Declaración de Independencia de los EUA, –y desde luego que la amenaza del uso de la fuerza estaba fuera de todo legítimo ejercicio del poder político. Lamentablemente para mi disfrute de los filmes de Pixar, la serie del P. Iraburu sobre católicos y política (que debo confesar, sólo he leído someramente ¿Han visto la extensión y densidad de esos artículos?) ha hecho imposible seguir pensando que el la autoridad prvenga del consentimiento de los gobernados.

En cambio, he debido atender a las palabras inequívocas de San Pablo, en su carta a los Romanos:

13,1 Todos deben someterse a las autoridades constituidas, porque no hay autoridad que no provenga de Dios y las que existen han sido establecidas por él. 2 En consecuencia, el que resiste a la autoridad se opone al orden establecido por Dios, atrayendo sobre sí la condenación.

¿Lo ven? De Dios viene la autoridad, no de los gobernados, ni de su consentimiento. Y no olvidemos que San Pablo no hablaba aquí de algún gobernante que fuera especialmente propicio a los cristianos, sino de los mismos emperadores romanos, incluyendo a Nerón y Calígula, que perseguían salvajemente a la Iglesia de Cristo y eran reconocidos como una calamidad por los propios ciudadanos del imperio.

El Catecismo hace aún más explícita esa doctrina:

2238 Los que están sometidos a la autoridad deben mirar a sus superiores como representantes de Dios que los ha instituido ministros de sus dones (cf Rm 13, 1-2): «Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana […]. Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios» (1 P 2, 13.16.). Su colaboración leal entraña el derecho, a veces el deber, de ejercer una justa crítica de lo que les parece perjudicial para la dignidad de las personas o el bien de la comunidad. (la negrita es mía)

Y esto, sea que esa autoridad tenga la forma de un Presidente de la República, elegido por sufragio universal en un proceso intachable, un emperador loco o un dictador. Lo siento Barbie, pero debo confesar con la Iglesia que la autoridad proviene de Dios, y no del consentimiento de los gobernados.

Llegado este punto, uno se pregunta ¿Cuál de las dos alternativas (Dios o los gobernados) parece más conforme con la realidad política? Consideremos, por ejemplo, la obligación de los ciudadanos de pagar impuestos ¿Podemos decir que surge «del consentimiento de los gobernados»? Si fuera así, debería ser igualmente cierto que cada ciudadano podría retirar ese consentimiento en cualquier momento, y declararse libre de pagar o no impuestos, lo cual es absurdo. Por otro lado, si se dijera que yo como votante soy el origen del poder político, y alguien me pidiera decidir acerca de si conviene devaluar el peso, intervenir con el Estado en el mercado de valores, o derogar la ley de gravedad, les puedo asegurar que no tendría forma de dar una respuesta coherente

«Es que cuando votamos…» nos dicen, pero lo cierto es que resultado de los procesos electorales nunca refleja la voluntad real de un ciudadano, ni de un grupo de ellos. Lo que realmente ocurre es una serie de pasos legales más o menos razonables, que conforman una «voluntad virtual», que la ley considera como mayoritaria (a pesar de que, en el mejor de los casos no corresponderá más que a la mayoría de los que votaron) y luego se impone a la toda la comunidad.

La conclusión no puede ser otra que reconocer que el consentimiento de los gobernados está muy lejos de otorgar autoridad a los gobernantes, y en las democracias occidentales apenas alcanza para dar un barniz de ratificación a lo que los poderosos ya han decidido hacer, a través de una verdadera liturgia civil llamada «Elecciones». Luego, si la autoridad no proviene de los gobernados, sólo nos quedan dos opciones: que viene impuesta por la fuerza, o por Dios. Yo prefiero optar por Dios.

Esto me ha llevado a cambiar mi visión acerca de mi participación en las elecciones. Antes yo veía el voto como la máxima expresión de soberanía popular, pero en cambio el Catecismo enseña:

2240 La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país:

¿Notan la contradicción? Antes, para mí, el voto era expresión de libertad y soberanía, pero para el cristiano es un deber que surge de la sumisión a la autoridad, equivalente al pago de los impuestos y al servicio militar. En sumisión a la autoridad, tenemos el deber de responder como vasallo, cuando nuestros gobernantes nos consultan, según lo que creo mejor para el bien común, pero no soy responsable de lo que ellos hagan con su poder.

Esta perspectiva acerca del origen del poder político puede parecer extraña a primera vista, pero en cierta forma es una doctrina liberadora, porque termina con la ilusión de que los políticos son representantes de los que votaron por ellos, y con esto ya no podrán excusarse por sus actos inmorales y corruptos, por ejemplo, cuando dicen «debo legislar para todos los chilenos, no sólo para los católicos» cuando votan a favor del aborto.

También puede ser visto como un ejercicio de humildad, porque yo no ejerzo el poder, y mi voto no es más que un aporte mínimo, con vista al bien común; lo que luego haga el político designado con ese apoyo es problema suyo, y del cual tendrá que responder ante Dios, que lo puso ahí, porque si hay algo evidente es que ante los electores los políticos no responden.

Categorías: Política y derecho
  1. 29/05/13 a las 6:39 am

    Yo no veo contradicción. De hecho creo que son lo mismo.

    “¡La autoridad debería derivarse del consentimiento de los gobernados, no de la amenaza del uso de la fuerza!”

    Los gobernados consienten libremente ser gobernados por sus gobernantes y, si son católicos, deben poder aceptar libremente el poder cumplir con responsabilidad son sus deberes definidos por la Iglesia.

    Reitero aceptan libremente el cumplir con una serie de deberes: pagar impuestos, votar y defender la patria, si son católicos porque consideran que está de acuerdo con lo que creen.

  2. 29/05/13 a las 5:41 pm

    He ampliado mi comentario en mi blog: http://delacerraduraelojo.blogspot.com.es/

    Me ha gustado tu entrada.

  3. Alejo
    31/05/13 a las 5:24 pm

    Creo que habría que releer la filosofía del jesuita Francisco Suález (s. XVI) al respecto. Sus teorías iluminaron la formación de las Misiones en América.

    Mientras tanto creo que hay que distinguir entre una auténtica democracia y los sistemas «democráticos» contemporáneos, donde por ejemplo, en mi país (Argentina) el gobierno no responde a los argumentos racionales de sus opositores sino que se encierra en la legitimación de haber sido votado por la mayoría. Nuestra presidente se niega a entrar en diálogo. Dice una simplente a las voces que la cuestionan: «Formen un partido político y preséntense a elecciones». Cero diálogo. Pulseada es la propuesta… Aquí se revela claramente que nuestra democracia es solo un «uso de la fuerza». La fuerza de la mayoría. No hay razones que avalen las decisiones de gobierno. No es la verdad (que requiere en su dilucidación de razonamientos, diálogo, intercambio -y en última instancia para los católicos, viene de Dios-) la que otorga autoridad sino la fuerza de las mayorías. En definitiva es un acto de violencia con máscara de democracia.

    • 1/06/13 a las 12:02 pm

      Es lamentable, pero nuestras élites latinoamericanas han aprendido a conservar sus tradicionales cuotas de poder, emulando las formas democráticas, y ha usado el espurio apoyo electoral para saltarse las normas básicas de la moral.

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